viernes, 11 de junio de 2010

Efectos de la realidad

Después de varios días pudo al fin disfrutar de su soledad en el despacho. Los primeros momentos tras su histórica elección habían sido caóticos, a pesar del control continuo que sus asesores y el personal de seguridad realizaba a su alrededor; desmesurados, a pesar de su tendencia a la sobriedad; multitudinarios, a pesar de su necesidad de sosiego.

Un continuo ir y venir de personas abarrotaba continuamente el que iba a ser su lugar de trabajo durante los próximos años: consejeros que daban pautas sobre las primeras decisiones a adoptar; asesores de imagen que sugerían el color del traje de sus primeras apariciones; colegas con deseos de medrar que venían a rendir impúdica pleitesía; simpatizantes a los que había que agasajar para agradecer sus generosas aportaciones a la campaña; familiares llegados desde lejos ansiosos de conocer el histórico edificio.

Durante un momento disfrutó del inusual silencio. Había ordenado a su diligente secretaria que, al menos durante unos minutos, no le pasara ninguna llamada, que no permitiera el paso a nadie, aunque algún país lejano amenazara con iniciar la III Guerra Mundial.

Desde su asiento, observó detenidamente el panorama: el tablero de reuniones, las paredes con históricos grabados, el labrado techo. Tras los leves visillos se adivinaba el espléndido jardín de la residencia, una vista perturbada por el perfil de un agente de seguridad, cuya sombra le recordaba, más de lo que quisiera en ese momento, su nuevo rol. Tuvo la ligera tentación de poner los pies sobre la mesa, pero pensó que aquel gesto era demasiado vulgar para su habitual comedimiento.

Unos ligeros golpes le sacaron de su momentáneo sosiego. Parecía provenir de la pared de la izquierda, hacia la que hizo girar la butaca presidencial. Unos segundos después volvió a repetirse la llamada, esta vez de manera más contundente. Entonces vio algo que hasta el momento no había percibido: junto a la ventana lateral se recortaba la silueta de una puerta, moldeada y decorada de tal manera que se mimetizaba de manera casi perfecta con la pared. La tercera llamada se acompañó de una voz apagada: ¿Señor Presidente?. Pase, respondió no sin cierta aprensión sin saber exactamente quién o qué aparecería tras aquella puerta.

Vestía un impecable traje azul oscuro, con corbata del mismo color, zapatos negros y camisa blanca. Tenía una edad indefinida. El pelo gris, la mirada azul y la tez sonrosada le daban un aire amable que contrastaba con el gesto serio de su boca de labios finos, que sólo cambió al esbozar una ligera sonrisa cuando solicitó permiso para entrar. Al recibir el asentimiento del Presidente, cerró la puerta a sus espaldas ocultando el pasillo levemente iluminado que pudo percibir apenas unos segundos y que, en la visita inicial para conocer el edificio, no recordaba haber recorrido.

El hombre se acercó sigilosa y diligentemente a su mesa, sobre la que colocó un grueso archivador. El Presidente no supo articular palabra y se limitó mirarlo con gesto interrogativo. Sé que tiene una rueda de prensa dentro de dos horas, tiempo suficiente para que lea la documentación, dijo el personaje señalando la carpeta. Es mi obligación informar a todos los presidentes: ahí está todo resumido. Si quiere profundizar en algún tema puede llamarme en cualquier momento, sólo tiene que pulsar el cero en su teléfono y tendremos directa comunicación. Regresaré minutos antes de que los asesores aparezcan para importunarle antes de su intervención. Mientras tanto, y con su permiso, me retiro. Dibujó una ligera reverencia y salió con la misma actitud sigilosa con la que entró.

Acercó, no sin cierto recelo, la carpeta. Leyó el título de la portada que rezaba: Informe Actualizado sobre la Realidad y, tras abrirla, comenzó a leer el primer documento. Al día siguiente, todos los periódicos del mundo publicaron en portada la foto de las primeras canas del Presidente.

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