jueves, 24 de junio de 2010

Náufragos como nosotros


Contesté a aquel anuncio como quien da respuesta a un mensaje enviado en una botella, a un SOS lejano que ha viajado flotando entre mares solitarios. Me agarré a su reclamo como el náufrago que se ata a la podrida tabla de la esperanza. Había en su texto un eco de soledad marina, restos de insatisfecho deseo de tarde de verano y rastros de lágrimas bebidas en noches oscuras de brumosa luna. Supe al leerlo que aquel mensaje era para mí, que respondía a la llamada muda del faro de mis miedos. Lancé la respuesta como un reto al mar desde el pétreo abismo de mi alma, sin esperar más réplica que el eco sordo de mis abisales miedos.
Recibí pronto su mensaje, impulsado por la vela de una esperanza incierta hinchada por los favorables vientos del afligido deseo. Quedamos en una orilla apartada, entre tocones de madera verdeados por algas olorosas. Y contra el inmutable muro del espigón, consumamos un sexo arenisco con sabor a salitre.
Los días pasaron entre mañanas rocosas, cénits de pleamar y atardeceres coralinos. Navegábamos sorteando furiosas tormentas y coléricas ventiscas y, en ocasiones, debimos remar en los húmedos desiertos de calmas asfixiantes. Pero por la noche, bajo sábanas azules, nos dejábamos hundir por cálidas corrientes, abrazados a nuestros cuerpos como vibrantes salvavidas, abandonándonos a profundidades de añil, dejándonos mecer por el canto lejano de ballenas solitarias, con la seguridad de que luego amaneceríamos arrullados por los ahogados rumores de tranquilas orillas de playas pedregosas.
Desde entonces, leemos los domingos los anuncios por palabras, con el sincero ánimo de rescatar del agitado océano de soledades de papel a náufragos como nosotros.